domingo, abril 16, 2006

Mi conversión al catolicismo (Abrecomillas)

He de confesarme: no creo en santos, ni en vírgenes, ni resucitados, ni en todopoderosos. Por esos tiempos tampoco.

No tengo conciencia de quien era yo, ni de lo que me gustaba hacer en esos años, ni menos de qué edad tenía, según mi mamá eran seis. Pero recuerdo bien que era un día azul, que el sol estaba arriba y que mi familia se preparaba para ir a misa. Yo me inventé un dolor de guata para que me dejaran faltar ese domingo, pero ellos siguieron insistiendo y tuve que recurrir a las benditas tercianas. Sonó el teléfono y desde mi pieza escuché que era Antonio, un amigo de mi papá que era médico, diciendo que venía para mi casa. Ese día azul nadie fue a misa. No entendía nada. Cuando llegó Antonio me dejaron sola con él, yo no podía decirle que lo del dolor de guata era un invento para no ir a misa. Sacó todos sus aparatos de médico y me revisó, luego los guardó, movió la cabeza, se despidió de mí y salió de mi pieza cerrando la puerta. Yo por mi parte cada vez me ponía más nerviosa. Traté de escuchar lo que se tejía afuera de mis cuatro paredes, pero sólo agarré algunas palabras: “muy avanzada”, “urgente”, “operar”. Yo no entendía nada, todos los que entraban en mi pieza me veían con lástima y entre ellos se miraban con complicidad, mientras yo trataba de explicarles que todo era una farsa y ellos se limitaban a un “cállate, debes descansar”. A esa altura ya había perdido la noción del tiempo, no sabía si había pasado un día o un mes entero. Dormí. Desperté en un pabellón blanco, con un delantal blanco, en una camilla blanca con sábanas blancas. Blanco, nunca me ha gustado el blanco. Las enfermeras se paseaban todo el tiempo y me ponían inyecciones. Mi mamá me miraba desde afuera y otra enfermera se encargaba de echarla. Yo trataba y trataba de explicar, pero nadie me quería escuchar. Todo se puso más blanco y me dormí de nuevo, pero esta vez con miedo. Cuando desperté toda mi familia me estaba mirando con la boca y los ojos bien abiertos. Me quería reír, pero sentí un dolor muy fuerte (ahora sí era verdad) en la guata, me toqué y tenía un parche -¡qué me hicieron!-, pensé. Me sentía cannsada, lo único que quería era ir a misa en un día azul como había sido el que pasó y haberme ahorrado todo este lío.

Así fue como me convertí al catolicismo a la fuerza, por mi propia culpa. Duré así alrededor de cinco años, luego me aburrí y crecí, dejando de creer en cosas porque sí o por temer sus consecuecias.